Vine a vivir aquí por el mar. Y por otros motivos, pero sobre todo por el mar. Cuando dejas de tener un techo sobre la cabeza y te encuentras con una maleta en la mano (una trolley monísima, ya os lo digo) y una Paula en la otra lo bueno es que puedes hacer lo que quieras. Porque las trolley tienen ruedas y Paula es un culo inquieto. ¿Nos vamos, nena? le dije. Antes de que me diera cuenta ya la tenía montada en Bicho, un Volkswagen con más años que el bigote de Paul Breitner, y trasteando muy concentrada con el GPS del móvil.
Ya había oído hablar antes de Xàbia, como casi todo el mundo, pero la idea que tenía estaba distorsionada por los tópicos. Me imaginaba que aquello era una verbena permanente de pareos blancos, cócteles pretenciosos, Pilucas y Pitinas…
Nada más lejos de la realidad. En cuanto aparcamos frente al paseo de la Grava y Paula hizo un pipi en el bar, nos vinimos las dos al puerto. Me moría de gans de pillarle el pulso a la que, si todo iba bien, iba a ser mi nueva casa.
Nos recibió un día encapotado y me pareció un buen presagio. El mar en otoño tiene como una lámina metálica en la superficie que lo hace distinto. Más fuerte y más sexy. En verano está muy bien, no te digo que no, pero chico ir al mar en verano es como salir un sábado: eso lo hace cualquiera.
El puerto de Xàbia es pequeño y casero, abrazado por dos escolleras de piedra cobriza al abrigo del cabo de Sant Antoni. En la explanada sur está la lonja, en la que cada mañana y cada tarde se subasta el pescado, el de los trasmalleros, el de las barcas de cerco y el de las barcas de arrastre. Aquí se puede encontrar de todo: desde pescado azul hasta gamba roja – la de la Marina Alta, la mejor del mundo –, desde meros hasta doradas, rapes, cabracho (escorpa), bonito, cigalas, langostas… es una fiesta ver pasar las cajas por la cinta durante la subasta. Además aquí vienen los dueños de los restaurantes a pujar por el pescado cada día, así que supe desde el minuto uno que esa gente y yo nos íbamos a llevar bien. Para pujar en directo por las capturas del día hay que sacar una licencia especial, pero no os preocupéis, porque al lado de la lonja hay una pescadería abierta al público donde cualquiera puede comprar las mavillas recién desembarcadas.
Por cierto, no sé como lo hizo Paula pero consiguió traerse una bolsa de gambas del Cap Prim II, un barco de arrastre a cargo de los hermanos Ros, Batit y Amadeu, y pilotado por Vicent “Campa”, este mozo tan bien puesto del impermeable verde de la foto. Resulta que saben más del mar que el viejo Custeau y que además son enrollados y generosos. Cuando Paula vino con su tesoro en las manos casi me muero de la vergüenza. Pero os tengo que decir que fue poner las gambas a la plancha con su poco de sal y oye, que se te pasa todo. Que te entra una especie de festival por los conductos olfativos, que te da una flojera de piernas, que salivas agua bendita y que cuando por fin te llevas el marisco a la boca piensas, entre esto y enrollarme con George Cloney, ya puede ir tomando Nespressos, ya.
Pero me estoy adelantando. Todavía me faltaba conocer a alguien en mi primer día en Xàbia Port. Cuando nos volvíamos las catorce juntas (Paula, yo y las doce gambas), noté que alguien nos seguía. Eran pasos silenciosos y elásticos que no nos perdían la pista y que se escondían entre los montones de redes en cuanto me giraba. Caminamos un poco más deprisa y nuestro perseguidor, huidizo como una sombra, también aceleraba. Hasta que por fin me giré de golpe dispuesta a a enfrentarme a lo que fuera y lo que vi fue a un gato orondo, negro y de ojos brillantes que meneaba la cola en mitad de la calle, harto de juegos y con tanta hambre como nosotras. Lo llamé Marlon, porque tenía la misma mirada desesperada de Marlon Brando cuando espera a Stella al pie de la escalera en Un Tranvía Llamado Deseo. Y yo siempre he querido que me miren así. Aunque sea un gato. Aunque sea por que llevo una bolsa de gambas rojas. No hace falta que os diga que desde esa tarde Marlon vive con nosotros, que es una forma elegante de explicar que nos deja ser testigos cercanos de su indiferencia y sus correrías felinas.
Para ser mi primer día en Xàbia tenía un puñado de nuevos amigos y una cena memorable. No está mal, Tastaolletes, nada mal.
¡Besos!
PD: las cabezas se chupan, no seáis repipis.